Una reflexión me salta hace tiempo
... solo mi espejo
Hay quienes dicen que la historia de Salta se escribió con tinta española. Que lo demás vino después, como nota al pie.
Parece no tan cierto.
La tinta era marrón.
Era tierra.
Era espalda mojada en sudor, y en forma de cruz
la espada escribía "amor".
Lo que hubo fue un acuerdo tácito. No firmado, pero sí heredado.
Ellos mandaban.
Los otros trabajaban.
Y los demás compraban y vendían.
Y así se armó la mesa:
el español en la cabecera,
el boliviano en el campo,
el árabe en el negocio,
el criollo haciendo equilibrio entre todos, con un pie en la historia y otro en la necesidad.
Convivencia por conveniencia.
Un equilibrio extraño, como esos tableros que se mantienen estables solo porque nadie se atreve a patearlos.
Pero todos sabían cuál era su lugar en la foto. Y canonizados todos.
Hasta que llegaron ellos. Los turistas.
Con sus cámaras y sus ganas de sentirse auténticos por un rato.
Ellos también lograron un lugar en la foto.
Uno pintoresco.
Uno que sirviera para contar después, en cenas de gente seria, que comieron empanadas con las manos y bailaron zambas con los ojos cerrados.
Durante veinte años, llegaron por miles.
Y mi Salta —coqueta, tímida, altiva— les sirvió todo:
sus paisajes,
sus tradiciones,
su folclore empaquetado para consumo externo. Y las flores frescas también.
Y en ese ir y venir de postales, también pasó algo.
Algo lento. Algo va mejorando.
La mezcla dejó de ser una amenaza y empezó a ser una posibilidad.
Porque los hijos de los bolivianos ya no hablan con acento ajeno.
Y los nietos de los árabes quieren ser jueces, músicos o ministros.
Y los turistas, a fuerza de fotos y fernet, se fueron quedando. Algunos. No todos.
La sangre se entrelazó, creando. No como error.
Como evolución.
Porque en algún rincón de algún barrio,
una morocha con ojos de oriente
y un chango con apellido vasco
tuvieron un hijo que baila hip hop, estudia "bioexistencia consciente" y pregunta que es el Chî o prana con una naturalidad que hace cien años habría sido impensable.
La comunUnión, está en curso.
Todavía duele a veces. Porque lo nuevo siempre incomoda.
Pero cuando madura, potencia y expande.
Una Salta más pura por sus mezclas.
Sin amos ni siervos.
Solo gente, con toda su historia en la piel y no en el pedestal.
Y si se escucha bien —pero bien, eh— entre las guitarras que lloran en los cerros, ya se oye otra música.
Todavía tímida,
todavía bajita,
pero real. El AtlaS Canta, canta mi SaltA ...
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